Las bellas durmientes: un policial encomiable
Franchesco Díaz Mariscal*
Déjenme comenzar por el final. No voy a contarles cómo
acaba la película, sino por el crédito dedicatorio cuando la pantalla se va a
negro: “Al Rulo”. Listo. Se me hizo un nudo en la huata y tragué saliva dos o
tres veces. Lo mismo les debió pasar a todos quienes lo conocimos. Por eso,
esta reseña también va para el hermano de Marcos, Raúl Loayza Montoya,
fallecido el año pasado.
Las bellas
durmientes significa el retorno a la pantalla
grande con una cinta de ficción luego de nueve años para Marcos. Casi una
década silente —aunque entremedio haya habido trabajos, públicos y de los
otros— implica bastante para un realizador, incluso en países de producción
dispersa como el nuestro (Eguino se puso detrás de cámaras luego de 23 años;
Sanjinés, cuando hizo Los hijos del
último jardín, llevaba nueve sin hacer nada). Lo bueno, y hay que decirlo
ya mismo, es que ese retorno se hace con un muy buen producto, tanto en lo
narrativo como en lo técnico.
Marcos tiene la teoría de que un espectador nunca se
aburre con sus películas. Podemos discrepar, aunque es verdad cuida mucho la
expectativa, cedazo del cual nos valemos los cineastas para capturar
boquiabiertas a las audiencias. Y en Las
bellas, su primera experiencia con el género policial, lo consigue sin
maniqueísmos ni efectos baratos de posproducción; es, para puntualizar al
lector despistado, puro mérito de quien sabe contarnos algo.
Y quede claro no es el policial de receta:
cadáver(es)+policía a punto de jubilarse con policía novato+sicópata maldito in
extremis. Esta es una película policial al más puro y libre estilo del Loayza.
Partamos por el hecho de que se ve muy poca, casi nada de sangre; agreguémosle
que las occisas son verdaderas maniquíes a quienes poner alguna mácula es casi
un sacrilegio; rematemos con que la dupla antagónica (no hablo de quien asesina
a las bellas) en realidad es la de quien quiere hacer lo correcto —el cabo
Quijpe— y quienes no le dejan —su obtuso jefecito el sargento Vaca y, en
esencia, el sistema corrompido.
Aunque se pretende, con más sarcasmo que honestidad claro
está, desligarse del bulto de entrada nomás con un cartón donde se dice, al
estilo de Confidencias, que cualquier
parecido con la realidad no es cosa de quienes participaron en la cinta, es por
demás evidente que lo mostrado en la proyección sí quiere reflejar cómo andamos
en el país.
¿Alguien, verdaderamente, puede decir que confía en la
Policía Boliviana? Más allá de su risible lema “Contra el mal, por el bien de
todos”, demostrado con creces y a diario está que se trata de una de las más
(sino la mayor) corruptas instituciones en el país. Y ni este ni los gobiernos
precedentes tienen los cojones para hacer podas porque, contra lo que debería
suponerse genere, la Policía mete miedo a todos por igual.
Marcos se mofa de esto con ese humor negro suyo que, a
quienes seguimos su obra, nos encanta. Y para ello escoge la vía más
inteligente: crearnos empatía inmediata con el protagonista (Luigi Antezana,
lejos en su mejor actuación en pantallas nacionales), padre soltero y
dependiente de los humores que se le metan en el calzón al calzonudo viriloide superior.
El Cabo Quijpe (con jota, como pone en el pecho de su
camisa) es el único que intenta resolver los misteriosos asesinatos de las
beldades, apoyado en partes por la Choca (Paola Salinas). El Sargento Vaca
(Fred Núñez), entre tanto, quiere salir del embrollo mediático cuanto antes y,
como buen especimen de la casta policial, busca salidas y soluciones facilonas
—inevitable, disculpen el paralelo, pensar en el famoso Odón Mendoza.
Al más puro estilo de quien practica la mexicana Ley de
Herodes (“o chingas o te jodes”), o la más cercana Ley de Arteaga (“el que
caga, caga”), el sargento decide que ese cabito no va a joderle la carrera —la
secuencia donde se enfrentan es memorable y tal vez la más intensa en lo
dramático y emotivo en la película—. Lo manda a cuidar unos pollos, algo que
debe ser peor, para los pacos en La Paz, que llegar al cuerpo de Bomberos (no
es sarcasmo: indaguen y se enterarán que el cuartelito en la Sucre es un
destino castigo para los verde olivo).
Quijpe lucha entonces contra la doble moral del superior,
contra un sistema que de por sí ya viene podrido porque no todos pueden ser
tocados por las yemas justicieras (puede dar fe cualquiera que haya tenido la
desdicha de llegar a la otrora PTJ o la actual FELCC) y contra el potencial
desempleo, algo que le privaría, aún más, en su espartana vida al lado de su
niña escolar.
Párrafo aparte merecen las imágenes aéreas de Santa Cruz,
donde se rodó y produjo toda la trama. Preguntarle a una cruceña por un lugar
determinado y que ella no lo reconozca es lo mejor (más allá de los años de
eventual lejanía de la indagada para con su tierra natal) que puede pasarle a
un cineasta, creo. Se ha logrado así mostrar una ciudad distinta, aun
desconocida para sus propios moradores.
Loayza cierra, pero no cierra. Es su estilo y se respeta,
aunque quizás en esta cinta hubiera caído mejor un verdadero desenlace y no el
cuasi abrupto fade a negro para dar lugar al cartón dedicatorio ya comentado.
Más de uno saldrá con dudas por ese hecho, pero no desmerece todo lo presentado
antes e incluso —intuimos a esto apuntaba Marcos— abre puertas a la esperanza
de una potencial mejoría.
El tiempo dirá si es la mejor película en la obra del
cineasta paceño, pero sí podemos afirmar, sin temor a yerros ni haber visto
todas las estrenadas, que es la mejor película nacional de 2012. Eso por si
sólo ya la convierte en una cinta encomiable. Gracias por volvernos a hacer
querer nuestro cine.
* Magister en guión, periodista, crítico de cine y
cineasta.
2 comentarios:
Da la impresion que el final abre la pelicula para una 2a parte???
ME PARECE UNA PELICULA QUE NOS MUESTRA LA VERDADERRA REALIDAD DE LA VIDA
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