viernes, 21 de diciembre de 2012

Retrato de familia de Daniel González Gómez-Acebo

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Decía el maestro Federico Fellini que "un buen vino es como una buena película: dura un instante y te deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y, como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador". Es cierto, el verdadero arte es así, con cada nueva pasada cambia, se transforma, evoluciona y ofrece más detalles, más tonalidades. Marcos Loayza tiene visos de maestro. Ya lo demostró con su ópera prima, Cuestión de fe (1995), la continuó con El corazón de Jesús (2004) y lo mantiene con Las bellas durmientes (2012). Sin ser su obra cumbre, que aún no ha llegado pero lo hará, su última producción tiene una serie de hallazgos que merecen absolutamente la pena no dejarlos de lado.
La película de Loayza se sustenta sobre tres grandes pilares: primero, la metáfora de país, al límite del absurdo, del sin sentido, el proyecto de una Bolivia en continua construcción y jamás finalizada. Segundo, el humor ácido que destila - en algunos tramos delirantemente corrosivo - dibujando escenas cotidianas, realistas, tan cercanas, que producen una inmediata empatía con el público nacional, que se siente identificado instantáneamente por las situaciones. Y tercero, Las bellas durmientes tiene la gran virtud de no caer en el moralismo fácil, cosa que se agradece, no acaba soltando su gran verdad, su moraleja final.
La nueva obra del cineasta paceño cuenta la historia del cabo Quispe, un policía orureño, humilde y bonachón, que está destinado a la Unidad de Investigaciones Especiales de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Por azares de la vida, el cabo deberá investigar una serie de casos criminales que estremecerán al país. En su faena descubrirá un sinnúmero de secretos de sus colegas, de la sociedad y de su propia naturaleza, que tal vez hubiese preferido mantener escondidos. Santa Cruz, la ciudad en la que se desarrolla la historia, se impone como la gran bella durmiente que atestigua una historia que está llena de hermosas mujeres, crímenes, drama, situaciones absurdamente realistas y personajes que sólo son posibles en nuestro país.
Pero no todo es color de rosa en esta producción, Las bellas durmientes también tiene sus grietas, sus cortocircuitos, por donde la obra no termina de cuajar, de evolucionar: por la debilidad del guión, la fragilidad en la dirección de actores y la interpretación de ciertos personajes. Loayza, como buen alquimista, se atreve a lanzar una suerte de sortilegio en donde se desgranan las miserias, los cretinismos, y los sinsentidos de Bolivia unidos a la nobleza, la bondad, el desparpajo y el pragmatismo de sus ciudadanos. Uno termina la película, sin duda, con una buena sonrisa, pero, como ya observé, no acaba de redondearse por varios detalles. Los más obvios, la falta de profundidad en los personajes, sobre todo en los secundarios, que podrían ser los que aportan con detalles preciosos al conjunto. Al tener poca profundidad, las actuaciones son, en muchos casos, algo enclenques precisamente por eso, porque no supieron insuflar a sus roles, en el guión, de más vida, de más detalles. Destaca, eso sí, la actuación de Luigi Antezana, brillante y tierno a partes iguales, que soporta el peso de la película con holgura. Entre los secundarios, saludar la aparición de jóvenes y bellas intérpretes como Andrea Aliaga o Giselly Ayub, que merecen su lugar en el podio.
Marcos Loayza logra crear con Las bellas durmientes una obra viva, cercana, con un aroma muy simpático, muy próximo. Con sus peros, sí, pero con una sensación positiva que permanece. Al final todos, de alguna u otra manera, formamos parte de este gran mural, de este gran retrato de familia, queramos o no. 

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